Hoy se celebra en todo el mundo el día de él, y también de ella. Porque en la actualidad se va alejando el mito de que el fútbol es para hombres, y se han visto mujeres que se atreven a pararse en el medio del campo, entre 22 leones que quieren despedazarse para llegar al arco rival y meter un gol.
Hoy es el día de ellos, hombres y mujeres, que corren 90 minutos sin tocar la pelota. Que se ganan los insultos hacia su persona, su madre, su esposa y hacia sus perros. Que siempre van a hacer las cosas mal, porque para un fanático del fútbol, un árbitro que frena la jugada de su equipo está loco, y ni hablar del árbitro que se atreve a levantar una tarjeta o invalidar un gol. Por la otra parte, el otro equipo, jamás va a reconocer el acierto del árbitro, puede que no reciba insultos, pero aún así, siempre que cobre a su favor, será porque "su equipo lo merecía". Sean cuales sean los resultados, los árbitros serán un condimento fuerte a la hora de un partido. Sus errores serán marcados una y otra vez, no los olvidarán. Sus aciertos serán insultados por el equipo perjudicado, y no lo olvidarán. Todos tratarán de amenazarlo con sus gritos por detrás del alambrado, y lo olvidarán, hasta que vuelva a dirigir a ese club.
¡Feliz día a todos los árbitros! Por ejercer una profesión extraordinaria y difícil, que se encuentra siempre en el ojo de la tormenta.
Feliz día a todos ellos, que nos provocan un sentimiento inigualable cuando tocan el silbato para darle comienzo y final a cada partido. Los fanáticos del fútbol, como yo, nos acordaremos siempre de su madre y de esa jugada que no cobró.
"El árbitro" por Eduardo Galeano (extraído del libro "El fútbol a sol y a sombra")
El árbitro es arbitrario por definición. Éste es el abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera. Silbato en boca, el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino y otorga o anula los goles. Tarjeta en mano, alza los colores de la condenación: el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio.
Los jueces de línea, que ayudan pero no mandan, miran de afuera. Sólo el árbitro entra al campo de juego; y con toda razón se persigna al entrar, no bien se asoma ante la multitud que ruge.
Su trabajo consiste en hacerse odiar. Única unanimidad del fútbol: todos lo odian. Lo silban siempre, jamás lo aplauden. Nadie corre más que él. Él es el único que está obligado a correr todo el tiempo. Todo el tiempo galopa, deslomándose como un caballo, este intruso que jadea sin descanso entre los veintidós jugadores; y en recompensa de tanto sacrificio, la multitud aúlla exigiendo su cabeza. Desde el principio hasta el fin de cada partido, sudando a mares, el árbitro está obligado a perseguir la blanca pelota que va y viene entre los pies ajenos. Es evidente que le encantaría jugar con ella, pero jamás esa gracia le ha sido otorgada. Cuando la pelota, por accidente, le golpea el cuerpo, todo el público recuerda a su madre. Y sin embargo, con tal de estar ahí, en el sagrado espacio verde donde la pelota rueda y vuela, él aguanta insultos, abucheos, pedradas y maldiciones.
A veces, raras veces, alguna decisión del arbitro coincide con la voluntad del hincha, pero ni así consigue probar su inocencia. Los derrotados pierden por él y los victoriosos ganan a pesar de él. Coartada de todos los errores, explicación de todas las desgracias. Los hinchas tendrían que inventarlo si él no existiera. Cuánto más lo odian, más lo necesitan.
Durante más de un siglo, el árbitro vistió de luto. ¿Por quién? Por él. Ahora disimula con colores.
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