lunes, 6 de mayo de 2013

Peligro al volante.


Quiero hablarles del automovilismo, más bien de los autódromos. Los amantes de los fierros, recordarán miles de accidentes trágicos, muchos que les costaron la vida a los pilotos.
            Quizás el más reciente con mayor repercusión, sea el de Guido Falaschi, en el Autódromo Juan Manuel Fangio de Balcarce, en el 2011. Para quienes no saben o no lo recuerdan, lamentablemente Falaschi perdió la vida cuando su auto fue tocado por detrás, y enviado directo a un conjunto de gomas (esas gomas se colocan fuera de los circuitos para que los autos que se despistan no choquen directamente contra un muro o no se pasen para la otra parte donde continúa la carrera).
            La noticia fue conocida en todo el país, seguida por una serie de discusiones sobre la seguridad de los autódromos. Pero encontraron una solución más sencilla, defenestrar y clausurar dicho autódromo por “no cumplir con las condiciones requeridas”. Porque las gomas que permanecían sueltas, debían estar atadas.
            Así se fue olvidando aquel accidente. Las carreras continuaron en otros autódromos y pocos se acuerdan de la cuna del múltiple campeón mundial que perdió el único espectáculo turístico con el que contaba. Ahora pregunto, ¿la solución era clausurar el autódromo? ¿No tendrían que haberlo arreglado para que cuente con las condiciones establecidas?
            Pero claro, no podían perder el tiempo en mejorar un circuito. Si se ponían a hacerlo, luego tendrían  que revisar toooodos los circuitos y mejorar uno por uno. Mejor cerrarlo y que parezca que aquí no ha pasado nada, o al menos, que ya no pasará.
            Y mientras gastaban millones en realizar “Automovilismo para todos”, el cual no discuto que esté mal, la seguridad de quienes realizan el espectáculo quedó a un lado. O al menos eso volví a pensar el fin de semana, cuando, a través de aquella pantalla, corrían los pilotos de Turismo Nacional Clase 3, en el circuito de La Pampa. Una categoría conocida más por los personajes con experiencia, que por sí misma.
            A minutos de haber comenzado, un auto que fue tocado por otro desde atrás, se despistó. Al hacerlo, levantó mucha tierra y  se formó una nube marrón a través de la cual no se veía absolutamente nada. Tierra que no debe estar ahí, que está prohibida y que debe haber sólo césped. Esa nube provocó un accidente en cadena de dieciséis autos. Los cuales, destrozados, aparecían uno a uno a medida que el polvillo bajaba. El miedo a la tragedia aparecía tanto en el relator, como en los espectadores y gente de los equipos de competición. Afortunadamente, solo tres pilotos fueron trasladados al hospital, dos por precaución, uno con fractura de muñeca, y el show pudo continuar.
            Pero, ¿qué hubiera pasado si este accidente le quitaba la vida a alguno de los pilotos? ¿Se hubiera cerrado, también, este autódromo por “no cumplir con la condiciones requeridas”, y en lugar de poner que las gomas estaban sueltas hubieran puesto que había tierra a los costados del circuito?
            Entiendo que las carreras de automovilismo son un negocio, donde lo más importante son las recaudaciones, tanto de espectadores como de publicidades. Sin embargo hay algo más importante acá y es la vida de quienes dejan todo para realizar este show poniendo en riesgo sus vidas para entretener a la gente. Una vida vale más que millones, vale más que un espectáculo, vale más que todo. Y creo que los pilotos no tendrían porqué ponerla en juego para que algunos se diviertan y otros se enriquezcan. 

Los hinchas y su templo.


Hace algunos días se convocaron poco más de 4000 hinchas del Club Atlético Boca Juniors para oponerse al proyecto de su presidente, Daniel Angelici, de construir un nuevo estadio para el club, y dejar a la actual Bombonera como museo y escenario de grandes espectáculos.
Gente mayor, familias enteras y muchos jóvenes, con algo azul y oro, banderas en mano y el grito en sus gargantas, demostraban que querían su estadio y no otro. No piden un estadio inmenso, al estilo europeo. Sólo quieren que su casa sea remodelada. Piden a los dirigentes que hagan hasta lo imposible por comprar aquellas famosas manzanas de atrás de los palcos.
Boca merece un estadio donde la mayoría de su gente vaya a alentar al equipo. Pero no hay porqué hacer un estadio de las dimensiones que se hablan. La Bombonera necesita una renovación, donde queden de lado aquellos palcos multimillonarios, y donde continúe la mística por la que es conocida en todo el mundo.
Hoy el número de socios y adherentes está a punto de duplicar la capacidad del Alberto J. Armando. Pero la gente no quiere sacrificar su templo, “el patio de su casa” como repite Riquelme, por querer ir a la cancha. Con una buena organización, todos tendrían la posibilidad de ver a su equipo correr en aquel estadio que, como siempre se dijo, late.
La mística y el sentimiento no entienden de modernidades ni petrodólares. La estadística también le da la razón a la cancha de Brandsen 805 desde los resultados: Boca no perdió en el 85% de los casi 1700 partidos que disputó en ese estadio. Ese estadio elogiado en los medios internacionales, temido y admirado por adversarios (incluso de la vereda de enfrente, del clásico rival).
El escritor Eduardo Galeano dice en su libro El fútbol a sol y a sombra: “No hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie. En la Bombonera de Buenos Aires, trepidan tambores de hace medio siglo. El estadio del rey Fahd, en Arabia Saudita, tiene palco de mármol y oro y tribunas alfombradas, pero no tiene memoria ni gran cosa que decir.”
“La Bombonera es Boca”, gritan los hinchas oponiéndose al cambio de casa. Porque la cancha es más que cemento, tiene vida propia. Y no quiere dejar de latir.