“La pelota ríe, radiante, en el aire. Él la baja, la duerme, la piropea, la baila. Y viendo esas cosas jamás vistas, sus adoradores sienten piedad por sus nietos aún no nacidos, que no las verán.” Eduardo Galeano.
Toma la pelota pasando la mitad de la cancha, se perfila hacia la derecha y avanza. Sus compañeros lo miran, los argentinos lo miran, los contrarios lo miran. Todos saben que cuando él tiene la pelota, el mundo se rinde a sus pies. El jugador de Bosnia lo ve pasar a su lado como si fuera intocable. Le pasa el balón a su compañero, Gonzalo Higuaín, que sabe de lo que es capaz y se la devuelve. Y ahí, cerca del área grande, encara hacia el centro, se perfila y el balón, que se siente amado en sus pies, pega en el palo derecho del arquero y se desliza hacia la izquierda de la red.
Los relatores argentinos enloquecen, lo elogian, lo admiran. Los hinchas festejan y corean su nombre. El mundo una vez más se rinde a sus pies. Pero él, incapaz de entender su propia magia, aprieta los puños y corre mientras grita con euforia. Sus compañeros lo abrazan y sonríen, no cualquiera tiene el placer de jugar con Lionel Messi.
Admirado en el universo, calificado como el mejor jugador, amado en todas partes. El hijo pródigo del Barcelona tiene una cuenta pendiente, y él lo sabe. Su comparación con Diego Armando Maradona no es sólo un elogio, es el deseo de los hinchas, la esperanza de que sea él quien lleve a la Selección Argentina hacia la gloria.
Buscando el espacio se ubicó a la derecha en el área grande. Sus compañeros tiraban paredes y se divertían teniendo ya una victoria asegurada, pero él necesitaba más, necesitaba obtener su propia victoria. Cuando Carlos Tévez advirtió su presencia, no dudó en pasarle el balón para que Lionel defina al palo izquierdo del arquero y festeje, corriendo hacia el córner y apretando sus puños.
Alemania 2006 fue el comienzo de un amor-odio con los hinchas argentinos. Muchos lo conocían ya de la juvenil y el Barça, pero pocos le tenían fe a la hora del Mundial. Tenía 19 años, era el mejor de su edad, pero aún le faltaba mucho camino por recorrer.
Llegado el Mundial de Sudáfrica 2010, era la figura indiscutida del seleccionado. Y si esa presión era poca, era dirigido por su karma, Diego Maradona. Lionel sólo tenía que jugar, y ser el mejor del mundo.
Los hinchas, e incluso los periodistas, habían hecho una división entre el jugador del Barcelona, implacable, y el jugador de la selección, que dejaba mucho que desear. Y si bien su actuación fue buena durante el Mundial, las críticas continuaron y se acentuaron aún más cuando quedaron eliminados frente a Alemania.
Luego de tres años consecutivos siendo elegido como el mejor jugador del mundo por la FIFA, en el 2013 perdió el Balón de Oro ante Cristiano Ronaldo. Su desempeño en el Barça continuó siendo notable, pero lejos estuvo de ser el Messi de años anteriores.
Ante aquella situación, su baja de rendimiento y las críticas que aún continúan, fue convocado para jugar el Mundial de Brasil 2014. Y en un debut extraño, en el que la selección parecía dormida y recibió el regalo de un gol en contra para dominar el resultado a su favor, muchos soñaban con su aparición.
Lionel tomó la bandera argentina y la hizo flamear. Con la pelota a sus pies, hizo brillar por unos minutos al seleccionado más caro del mundo. La acarició, la tocó, la hizo suya. Y los hinchas, eufóricos, volvieron a soñar. Sus fanáticos deliraron a la vez que sus críticos mordían su lengua para no admitirlo. Pero nadie lo puede negar, el mejor del mundo está en la cancha y es argentino.